Muerte y duelo

La muerte, entendida como un fenómeno universal, incierto y único, ha generado a lo largo de toda la existencia humana emociones profundas como el miedo y la ansiedad. Aunque la idea de la muerte se adquiere desde la infancia, es en la vejez cuando toma mayor relevancia debido al incremento de pérdidas, el deterioro físico y cognitivo, la aparición de enfermedades y la disminución de la autonomía. En el contexto cultural mexicano, la percepción de la muerte oscila entre la familiaridad y celebración del Día de Muertos y las interpretaciones religiosas que incluyen el cielo, el infierno y el juicio final, generando temores adicionales sobre lo que ocurre después de morir. En los adultos mayores, la ansiedad ante la muerte es uno de los trastornos psicológicos más frecuentes y puede afectar su funcionamiento cotidiano, calidad de vida y salud. Esta ansiedad puede originarse tanto en experiencias previas como en factores propios del envejecimiento, como la jubilación, el aislamiento social, la reducción de ingresos, la pérdida de capacidades, la dependencia y la creciente evidencia de la cercanía de la muerte.

La muerte puede analizarse desde dimensiones biológicas, psicológicas y sociales, y suele asociarse con preocupaciones sobre el dolor, la agonía, la soledad, el sufrimiento y el temor a dejar de existir. Por ello, los adultos mayores presentan diversas actitudes ante este fenómeno: algunos adoptan la indiferencia y restan importancia al tema; otros experimentan temor y evitan cualquier referencia; ciertos individuos ven la muerte como un descanso cuando enfrentan enfermedades crónicas o prolongado sufrimiento; y algunos logran afrontarla con serenidad gracias a la aceptación y la satisfacción con su vida. En este sentido, hablar sobre la muerte, escribir sobre los propios temores, participar en grupos de apoyo y reinterpretar creencias culturales o religiosas son estrategias que permiten disminuir la ansiedad y promover una visión más natural de la muerte como parte del ciclo vital.

El duelo, por su parte, constituye un proceso psicológico y emocional necesario para reorganizar el mundo interno tras la pérdida de un ser querido. Se manifiesta a través de reacciones emocionales, cognitivas, conductuales y fisiológicas como culpa, ansiedad, angustia, pensamientos distorsionados, aislamiento, trastornos del sueño, pérdida del apetito e idealización de la persona fallecida. Bowlby describe el duelo mediante fases que incluyen el embotamiento, la búsqueda y el anhelo, la desorganización y desesperanza, y finalmente la reorganización, aunque no todas las personas atraviesan estas etapas de manera lineal. La elaboración del duelo depende de múltiples factores, entre ellos el nivel de apego, la forma en que ocurrió la muerte, la personalidad, la participación en los cuidados previos, los recursos internos y externos, la comunicación emocional, el rol del fallecido en la estructura familiar, la duración e importancia del vínculo y la presencia de pérdidas secundarias, como cambios en los roles o rutinas. En la vejez, este proceso se vuelve particularmente relevante debido a la mayor frecuencia de pérdidas significativas y al desgaste emocional acumulado.

El duelo en la tercera edad presenta características propias debido a los múltiples cambios que acompañan esta etapa. Los adultos mayores enfrentan pérdidas relacionadas con el deterioro físico, como la disminución de la fuerza, el equilibrio, los sentidos y la energía; cambios cognitivos como fallas de memoria o menor agilidad mental; la jubilación, que implica la pérdida de rol laboral, la reducción del ingreso y la disminución de relaciones sociales; la muerte de amigos, familiares y cónyuges; y la pérdida de seguridad, autonomía y, en algunos casos, independencia. Cuando los adultos mayores deben ser ingresados a hospitales o residencias, también experimentan pérdidas de intimidad, familiaridad y libertad, lo que puede afectar su estabilidad emocional. Aunque a menudo se tiende a sobreproteger a las personas mayores por considerarlas vulnerables, muchas veces poseen más recursos psicológicos y experiencia para enfrentar estas pérdidas; sin embargo, la acumulación de duelos puede intensificar su impacto.

A estas dificultades se suman mitos y estereotipos sobre la vejez —como la idea de desvinculación, improductividad, senilidad, inflexibilidad o tristeza inevitable— que generan sentimientos de inutilidad, marginación y aislamiento. También existe la creencia errónea de que los adultos mayores “sufren menos” ante una pérdida por tener menos años por vivir, lo cual invisibiliza su dolor y puede contribuir a que su duelo sea más profundo y complejo. El proceso de duelo en esta etapa está influido por variables como la red de apoyo social, el grado de autonomía, el nivel económico, la personalidad, la cultura y la historia de vida de cada individuo, por lo que es fundamental integrarlos en actividades familiares y sociales para evitar su aislamiento.

La depresión es uno de los trastornos más comunes en la tercera edad y a menudo se confunde con los llamados “síntomas normales del envejecimiento”. En los adultos mayores puede manifestarse con mayor frecuencia a través de síntomas somáticos, como dolores y molestias físicas, y no siempre se expresa mediante una tristeza evidente. Puede semejar demencia en lo que se conoce como “pseudodemencia depresiva”, y si no se detecta a tiempo, puede tener un mal pronóstico, incrementando el deterioro de la salud e incluso la mortalidad. Entre los signos de alerta se encuentran el aumento de quejas físicas inexplicables, la aparición de ideas delirantes como celos injustificados o sensaciones de persecución, antecedentes de depresión y cambios en la conducta o el estado cognitivo.

La pérdida del cónyuge es una de las experiencias más devastadoras en la vejez, especialmente cuando la persona mayor presenta deterioro cognitivo. En estos casos, es necesario evaluar el grado de deterioro para decidir cómo comunicar la muerte, aunque suele ser positivo explicar la pérdida debido a que la memoria afectiva se mantiene más tiempo, evitando así el “duelo invisible”, en el que el adulto mayor siente la ausencia sin entenderla. La conducta suicida también es un riesgo considerable en la tercera edad, presentándose con mayor frecuencia en varones y relacionada con la depresión, el aislamiento, las pérdidas recientes y el hecho de vivir solos. El suicidio puede manifestarse de manera activa, a través de planes explícitos, o de forma encubierta, mediante el abandono del autocuidado, la alimentación o la medicación. Es crucial no minimizar señales como despedidas, distribución de bienes o cambios repentinos en el comportamiento, y garantizar apoyo emocional, acompañamiento y atención profesional. En síntesis, el miedo a la muerte, el duelo y los múltiples cambios asociados al envejecimiento conforman una realidad compleja que requiere comprensión, acompañamiento y apertura emocional. Integrar la muerte como un hecho natural no elimina el temor, pero permite afrontarlo con mayor equilibrio, dignidad y serenidad durante la vejez.